
Caminaba errabundo por el barrio cercano a su casa. Ya estaba puesta la noche a medias matizando el cielo en tonos rosáceos y algo anaranjados. Cabía remotamente la posibilidad de que una bienaventuranza en todos los sentidos cayera de un árbol, que tuviera la forma de fruto y que sólo con comerlo terminara con una admiración inmensa hacia la vida... pero sólo se escuchaba una jauría de perros carnívoros y sarnosos a lo lejos. Así, con su bibliografía jamás escrita, levemente se fue acostumbrando a la inactividad de su cuerpo, dejando atrás a un mundo de desconocidos próximos siguiendo sus pisadas ya hundidas hacia su destino.

En la circunstancia que me encontraba no me podía dar el lujo de mirar a los seres inferiores con altivez. Ni siquiera me era permitido jerarquizar a mi antojo. Podría ser peligroso, podría afinar los filos de sus pestañas... pero ver felices a los demás sin mis juicios me enfermaba lentamente.

El primogénito de aquella atroz familia de sicarios que su apogeo fue incluso subliminal y su feroz rugido era la más antigua manera de sonreír... esa dónde los caninos aún ensangrentados se mostraban señalando a la nueva helada víctima. No creí que algún analgésico funcionara, pero el huésped que se infiltraba era más tonto de lo que pensaba.
¿Quién era yo para huir de lo que me deparaba mi condición? No era nadie, incluso hoy.