Muchas personas dicen que la muerte es el fin de la vida, pero para muchas otras es sólo el comienzo. Desde el momento en que el último suspiro sale de entre los labios, el aire abandona los pulmones y el espíritu deja su conocida y débil guarida, aquella que lo acunó durante tantos días y noches…
Sin embargo, la muerte es un proceso natural que es temido por el misterio que envuelve. ¿Qué pasará después? ¿A dónde iré? Pero la verdadera interrogante que congela el corazón y vence la valentía de hasta el más heroico guerrero es el cómo... ¿Cómo moriré? ¿Dolerá, sufriré, gritaré? Y luego, haciéndonos cada vez más débiles y humanos, tan pegados a la carne y sobrecogiéndonos ante el egocéntrico materialismo...
¿Qué pasará con mi cuerpo?
Eran las cinco de la tarde de un día lluvioso cuando morí. Una bala perdida cegó mi vida y en pocos minutos había fallecido.
Recuerdo que sentí frío y mucha confusión. Sabía lo que había pasado, pero no lo entendía. Una sensación similar a un mareo, aunque más fuerte. No podía ver y oía a lo lejos. Cuando levantaron mi cuerpo yerto de sobre el pavimento mi espíritu permaneció tumbado en trance.
Mis padres, que habían llegado hacía tan sólo diez minutos, lloraban abrazados sin consuelo y sintiéndose desfallecer ante la terrible noticia. Me levanté con cuidado y sentí el suelo húmedo bajo mis pies. Había dejado de llover y el vapor sofocaba la escena, haciéndola más hastiosa. Me di cuenta que había muerto, pero la intensidad del momento y el recuadro tan nebuloso de mis padres gritando uno contra el otro me impidió caer en la monótona evaluación del por qué no habían ni luces ni sombras rodeándome.
Permanecí largo rato apreciando la terrorífica escena, los autos pasando con lentitud, conductores víctimas de su molestosa curiosidad, la policía, las ambulancias, los médicos forenses, camarógrafos, periodistas... Mis padres se habían marchado. Mi hermanito menor llegó para llevárselos y compartir juntos el dolor por la pérdida de su familiar.
Varios chubascos comenzaron a caer nuevamente sobre la zona. Permanecí allí presa del asombro hasta que anocheció.
Luego, no sucedió nada. Pasaron las horas y los días, antes de darme cuenta que no iba a suceder nada. Tenía que moverme por mi cuenta.
Caminé sin rumbo esperando, observando la rutina de las personas de la ciudad. Cuando me cansé de hacer nada, decidí regresar a mi casa, a mi hogar.
Ya que llegué, dónde estuve toda mi vida, noté que todos sus pobladores vestían de negro.
No habían superado mi muerte y yo seguía ahí, mirándolos, con cara de estupefacción.
Lloraban y angustiosos estaban, miraban hacia la derecha, y con un marco plateado, se enmarcaba mi imagen más reciente, que ya no poseía ahora.
Cada respiro que los mortales daban, estaba lleno de tristeza, de vacío. Me sentí mal y bien. Me extrañaban...
Sucedió todo el día con normalidad, claro, si exceptuara cada cara larga con la que me topaba en frente. Cuando llegó la hora de la comida, mamá hizo mi platillo favorito, sólo que le quedó un poco salado por los millones de lágrimas que derrapó sobre el platillo.
Sólo comí un poco...
La comida nunca había tenido un sabor mejor. Era como si nunca hubiera comido. Me serví un plato enorme de la delicia culinaria y me empeñé a subirlo hasta mi alcoba, para que mis padres no se dieran cuenta.
-Servíme un poco de limonada, padre, aquí estoy yo- Le dije a mi papá, desde media escalera.
Nadie me respondió, salvo un llanto y un grito reprimido.
Tuve que bajar para saber qué tal iba la misión con mi vaso... Estaba roto y esparcido en la alfombra. A mamá no le gustaría eso...
Mi mamá no bajó, al igual que mi hermano. Oí sólo sus sollozos perturbadores desde abajo.
Viendo el éxito obtenido con mi bebida, decidí hacerme cargo yo solo.
Me serví vasta cantidad y me lo subí a mi cuarto.
Comí, gustosamente, el platillo salado de mi madre. Bebí, gustosamente, la limonada dulce de mi padre.
Prendí el televisor, quería saber si seguían transmitiendo mi programa favorito a esas horas, si no, haber que me encontraba en la caja mágica.
Al momento de prender el televisor, me entorpeció bastante el ruidoso volumen que tenía. Lo bajé lo más rápido que pude pero fue lo suficientemente tarde como para que mamá se diera cuenta de lo que estaba haciendo.
Sentí sus afligidos pasos internarse en mi habitación y yo, como niño por ser regañado, me escondí en el closet.
Mamá vio la tele prendida, el plato a casi terminar y el vaso seco. Lanzó una expresión de horror y se fue corriendo hacia abajo, dando veloces zancadas en el aire.
Llegó hasta mi padre y no oí más sonido. Todo quedó en un murmuro.
Subieron los dos. Identifiqué los toscos pasos de mi padre inmediatamente. Dentro del clóset, cada vez me encogía un poco más, hasta convertirme en un pequeño indicio de un humano. Esperé, silencioso y conteniendo la respiración que abrieran la puerta y que sucediera algo, que intentaran buscarme.
Oí a lo lejos, el familiar timbre sonar. Mi mamá, corriendo bajó las escaleras y abrió. No pude vincular directamente los pasos con un conocido que tenía o algún tío o tía. Lo que supe por la forma de caminar fue que era un hombre, tenía paso firme pero cansado, y se oía un golpeteo, como un tercer paso, siguiente a los suyos. Quizá un bastón.
Mamá subió con el hombre, dirigieronse a mi habitación y yo me enconché más en el closet.
Abrieron todas las puertas, hasta la de mi posición actual. No me vieron, aunque no estaba tan visible. Mi propósito era esconderme.
Comenzaron a gritarme "¡VETE!" seguidos de infinitos padres nuestros. Fue tanto el tedio del viejo padre que me quedé dormido, de cualquier forma, no me habían visto.